jueves, 19 de noviembre de 2009

Los riesgos de la profesión se pagan a veces con la misma vida


Os dejo una noticia de Elmundo.es recordando a un compañero (de los empleados del diario y de todos los que creemos en el Periodismo con letras mayúsculas).

Ocho años sin Julio Fuentes

Los corresponsales de guerra suelen regresar de los conflictos con una aplastante sensación de haber fallado. Fallado al no haber podido situar al lector en el lugar de las víctimas, algo imposible cuando ni siquiera tú eres una de ellas; fallado ante los Gobiernos y los Ejércitos, cada vez más efectivos en lograr que la primera víctima de todo conflicto sea la verdad; fallado porque has estado en la guerra sin estar del todo y, cuando has querido, has cogido el avión y has vuelto a la seguridad de tu ciudad, una opción utópica para aquellos que dejas atrás.

La guerra no se puede contar -hoy menos que nunca- y sin embargo los hay que se empeñan en hacerlo, yendo de conflicto en conflicto y espantando a golpe de palabra o imagen los fantasmas del cinismo, aferrados a la idea quijotesca de que, en mitad de la batalla, en guerras cada vez más estúpidas y desiguales, el periodista puede y debe ser la voz de los que han quedado atrapados en medio.

Cuando nos encontramos en Islamabad en 2001, Julio Fuentes ya había vuelto de muchas guerras con la sensación de no haber podido contarlas o haberlo hecho a medias. Y ahí estaba, con la ilusión de un reportero novel, dispuesto a marchar para intentarlo una vez más. Lo mataron días después.

El corresponsal de guerra de EL MUNDO perdió la vida un 19 de noviembre hace ocho años. Quizá tuvo que ser en Afganistán, ese país donde la guerra siempre ha tenido el sueño ligero y nunca tantos hicieron tanto por mantenerla siempre despierta.

Junto a Julio cayeron la periodista italiana Maria Grazia Cutuli, los reporteros de la agencia Reuters Harry Burton y Azizula Haidari y el afgano Azizula Haidari. Sus verdugos fueron los mismos talibanes, bandidos, renegados y gángsteres -con los nombres que se les quiera poner- que estos días llevan el caos al país.

Julio no habría obviado en una crónica sobre su propia muerte el hecho de que la mayoría de ellos no tenía más de 30 años y por lo tanto no conocía lo que era vivir un día en un lugar en paz. También ellos eran hijos de la guerra: nacidos bajo la ocupación soviética, crecidos en mitad de una brutal guerra civil, llegados a la edad adulta bajo el régimen neurótico y represivo de los talibanes.

Nada de ello justifica lo que hicieron, pero sirve para extender la responsabilidad del fallecimiento de Julio Fuentes y de todas las víctimas de las guerras a quienes las empiezan, fomentan, provocan, alargan, combaten, pierden o ganan.

Si no se hubiera encontrado con aquellos hijos y verdugos de la guerra en el paso de Sarobi, Julio Fuentes estaría ahora en Afganistán, preguntándoles por qué siguen luchando, visitando la aldea polvorienta de dónde salieron para describir la desesperanza del pueblo afgano, ignorando las advertencias de los militares para que cubriera la guerra desde una sala de prensa y humanizando a los indignamente llamados «daños colaterales».

Y aunque seguramente habría regresado a casa con la sensación de haber fallado, convencido de que podía haber hecho más y mejor, sus lectores y aquellos a los que habría dado una voz en mitad de la guerra habrían discrepado.

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